Esperar no es lo mismo que construir

Pasamos la vida esperando. Esperando el momento perfecto, la persona correcta, la señal inequívoca que nos diga que es hora de dar el paso. Pero lo que esperamos nos detiene. Nos ancla a un futuro incierto, a un tiempo que aún no llega. Y en esa espera, muchas veces olvidamos que la verdadera transformación no ocurre en lo que anticipamos, sino en lo que creamos.

Vivimos atrapados en un juego de creencias, juicios y miedos. Nos enseñaron a creer sin cuestionar, a juzgar antes de comprender y a temer lo que desconocemos. Nos moldearon con reglas invisibles que determinan qué es correcto, qué es valioso y qué merece nuestra aprobación. Pero, ¿qué pasaría si aprendiéramos a mirar el mundo con curiosidad en lugar de con certezas inamovibles? ¿Si en lugar de aferrarnos a lo que nos limita, exploráramos lo que nos libera?

A lo largo de la vida, nos han dicho que el éxito, el amor y la felicidad llegarán en su momento. «Todo a su tiempo», nos repiten. Pero, ¿cuántos de nosotros hemos sentido que ese tiempo nunca llega? Porque esperar no es lo mismo que construir. Cuando esperamos, le damos el control al destino, al azar o a las decisiones de otros. Cuando creamos, tomamos el poder en nuestras manos y damos forma a nuestra propia historia. Creer que la felicidad está en el futuro nos priva de la posibilidad de encontrarla en el presente. Esperar la validación de los demás nos impide descubrir la fuerza de nuestra propia voz. Y así, seguimos postergando nuestra vida, esperando que algo externo nos dé permiso para ser lo que ya podríamos ser.

El juicio es una armadura. Nos protege de lo que no entendemos, de lo que nos incomoda, de lo que desafía nuestra visión del mundo. Pero al mismo tiempo, nos encierra en una celda de certezas rígidas. Juzgamos lo que es diferente, lo que nos hace dudar, lo que nos obliga a reconsiderar nuestras creencias.

Cuántas veces hemos mirado a alguien y sin conocer su historia hemos decidido quién es. Cuántas veces hemos cerrado la puerta a una idea nueva porque no encaja con lo que siempre hemos creído. Pero el juicio no es más que miedo disfrazado de certeza. Y el miedo nos separa de lo que podríamos aprender. Cuando dejamos de juzgar y empezamos a comprender, algo cambia en nosotros. Nos volvemos más flexibles, más humanos. Comprender no significa justificar, sino ver más allá de lo evidente, entender las raíces del comportamiento, reconocer que todos estamos luchando batallas que otros no ven.

La historia personal que no enfrentamos, la herida que no sanamos, el patrón que nos negamos a reconocer, todo ello se repite en nuestra vida como un eco persistente. Es fácil mirar hacia otro lado, evitar el dolor, fingir que no hay nada que reparar. Pero lo que ignoramos nunca desaparece, solo se oculta en las sombras, esperando el momento de manifestarse de nuevo.

Las relaciones que terminan siempre de la misma manera, los miedos que nos frenan una y otra vez, los ciclos de sufrimiento que parecen inevitables… todo ello es un reflejo de lo que aún no hemos querido ver. Porque lo que no se enfrenta, se convierte en destino. Solo cuando entendemos el porqué de nuestras elecciones, podemos cambiarlas.

Desde pequeños, absorbemos creencias sin cuestionarlas. Creencias sobre nosotros mismos, sobre el amor, sobre el éxito, sobre lo que es posible. Pero muchas de esas creencias no son nuestras, nos fueron impuestas. Y sin darnos cuenta, construimos nuestra vida dentro de los límites que ellas nos marcan.

¿Qué pasaría si nos permitiéramos cuestionar? Si en lugar de aceptar ciegamente, exploráramos con curiosidad. Si desafiáramos nuestras propias certezas y nos diéramos el permiso de cambiar de opinión. Porque lo que creemos moldea nuestra realidad. Pero lo que descubrimos por nosotros mismos nos libera. Nos enseñaron que amar es darlo todo, que ser generoso es entregarnos sin reservas, que la bondad está en anteponer a los demás antes que a nosotros mismos. Pero, ¿qué pasa cuando damos sin medida, sin cuidar nuestra propia energía? Nos agotamos, nos perdemos, nos vaciamos. El amor verdadero no es sacrificio absoluto, es equilibrio. Dar y recibir. Compartir sin perderse en el otro. Porque cuando nos damos sin límites, no nos queda nada para nosotros mismos. Y solo desde la plenitud podemos realmente ofrecer algo genuino.

Buscamos aprobación, buscamos amor, buscamos sentido. Creemos que lo encontraremos en alguien más, en una relación, en un reconocimiento externo. Pero la verdad es que nada de lo que busquemos fuera podrá llenar lo que no hemos cultivado dentro. Cuando nos enfocamos en construir nuestra propia seguridad, en nutrir nuestra paz, en amarnos sin condiciones, dejamos de buscar desesperadamente en los demás lo que solo podemos darnos a nosotros mismos. Y es ahí cuando florecemos.

El miedo es una fuerza poderosa. Nos paraliza, nos hace pequeños, nos impide avanzar. Pero lo más peligroso del miedo no es sentirlo, sino dejar que nos controle. Porque lo que no enfrentamos se convierte en una barrera invisible que nos separa de lo que podríamos ser. Cuando miramos de frente aquello que nos aterra, descubrimos que el miedo no es más que una ilusión amplificada por nuestra mente. No se trata de no sentir miedo, sino de no permitir que nos defina. Porque cada vez que enfrentamos lo que nos asusta, nos hacemos más libres.

Luchamos contra la tristeza, contra la incertidumbre, contra la realidad que no podemos cambiar. Resistimos lo que duele, creyendo que así lo haremos desaparecer. Pero lo que resistimos no solo persiste, sino que crece. Porque la resistencia es una forma de aferrarnos a lo que no queremos aceptar. Aceptar no significa rendirse, significa reconocer lo que es. Y cuando aceptamos, encontramos la paz que la lucha nos niega. Porque la transformación solo ocurre cuando dejamos de pelear con la vida y aprendemos a fluir con ella. Nos guardamos palabras, nos tragamos emociones, escondemos nuestro dolor. Creemos que ser fuertes es no mostrar lo que sentimos. Pero lo que no se expresa, se queda atrapado en nuestro interior. Se convierte en peso, en angustia, en enfermedad.

Hablar, escribir, llorar, compartir. Todo ello es un acto de sanación. Porque cuando sacamos lo que llevamos dentro, le damos espacio a la luz para entrar. Y en ese acto de valentía, nos liberamos de lo que nos duele y nos permitimos sanar.

La vida no está en lo que esperamos, sino en lo que creamos. No en lo que juzgamos, sino en lo que comprendemos. No en lo que tememos, sino en lo que enfrentamos. Todo lo que necesitamos para transformar nuestra realidad ya está dentro de nosotros. Solo tenemos que atrevernos a verlo.

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