Nos enseñaron a pelear. A atacar antes de que nos ataquen. A matar al dragón antes de que nos devore. Pero, ¿qué pasa cuando el dragón no es el enemigo? ¿Qué pasa cuando es, en realidad, una parte de nosotros mismos? Los dragones que enfrentamos no escupen fuego ni tienen escamas. Son nuestros miedos, nuestras heridas, nuestros traumas. Son aquello que evitamos mirar porque duele. Pero lo que duele no desaparece. Se queda ahí, oculto, esperando el momento de salir. Y cuando lo hace, no nos pide permiso. Se manifiesta en nuestras relaciones, en nuestras decisiones, en nuestras reacciones desproporcionadas. Nos condiciona sin que nos demos cuenta.
Por eso, algunos eligen enfrentarlo con violencia, con rechazo. Quieren vencerlo, enterrarlo, olvidarlo. Pero la sombra no se destruye, se transforma. Y para transformarla, primero hay que aceptarla. Hay que sentarse frente al dragón y mirarlo a los ojos sin miedo. Hay que escuchar lo que tiene para decir. Porque todo aquello que reprimimos, todo lo que negamos de nosotros mismos, regresa con más fuerza. El dolor, cuando no se procesa, se convierte en rabia. El miedo, cuando no se entiende, se convierte en parálisis. Y la tristeza, cuando no se atraviesa, se convierte en un vacío que nada puede llenar.
No se trata de rendirse ni de justificar las sombras. Se trata de comprenderlas. De entender que cada herida cuenta una historia. Que cada miedo tiene una razón de ser. Y que cada parte de nosotros, incluso las que más rechazamos, merece un lugar en nuestra historia. Matar al dragón parece la opción más fácil. Pero enamorarlo es la única que nos permite crecer. Porque cuando dejamos de luchar contra nosotros mismos, cuando nos atrevemos a mirar con amor incluso lo que más nos duele, nos convertimos en algo más grande que nuestras heridas. Nos convertimos en alguien completo.
La vulnerabilidad es debilidad. Que si mostramos nuestras heridas, daremos ventajas. Que si dejamos de luchar, seremos derrotados. Pero no se trata de rendirse. Se trata de cambiar la forma en que nos enfrentamos a la batalla. No podemos seguir actuando como si el dolor fuera un enemigo. Porque el dolor es una guía. Nos señala dónde mirar. Nos indica qué partes de nosotros mismos necesitan atención. Nos susurra, en cada golpe de miedo, en cada angustia, en cada frustración, qué aspectos de nuestra vida aún están sin resolver. Pero para escucharlo, tenemos que dejar de taparnos los oídos. Tenemos que acercarnos. Cuando aprendemos a dialogar con nuestros miedos, descubrimos que no son tan poderosos como parecían. Que detrás de cada ansiedad hay un mensaje. Que detrás de cada inseguridad hay una historia. Que detrás de cada reacción desproporcionada hay un niño interno pidiendo ser escuchado.
El verdadero coraje no está en pelear contra uno mismo, sino en atreverse a comprenderse. En dejar de temerle al pasado, a las emociones, a los recuerdos. En mirarse con la misma compasión con la que miraríamos a un amigo que sufre. En abrazar nuestras sombras, en lugar de huir de ellas. Porque cuando amas al dragón, dejas de ser su prisionero. Ya no necesitas protegerte de él. Ya no necesitas que desaparezca. Aprendes a convivir con tu historia, con tus heridas, con todo lo que te ha hecho ser quien eres. Y ahí, en ese encuentro, descubres que nunca fuiste débil. Que siempre fuiste fuerte, incluso cuando creías que estabas roto.
Tal vez tu dragón solo necesita ser visto. Tal vez, si te animas a acercarte, descubras que no era un monstruo. Que solo era una parte de ti, esperando ser abrazada. Porque al final, los dragones no son más que fragmentos de nuestra propia historia. Y solo cuando los miramos con amor, podemos escribir un nuevo final.
Deja un comentario