Hay lugares que ya no existen, al menos no como antes. Lugares que el tiempo transformó, que el progreso disfrazó, que la memoria sostiene como puede. Y, aun así, siguen ahí. No están en los mapas, pero habitan en la forma en la que te detienes a mirar un atardecer, en la emoción que te provoca una canción antigua, en ese sabor que te lleva directo a una cocina donde la abuela reinaba. No tienen coordenadas, pero sabes llegar con los ojos cerrados. Son esos sitios que no visitas con el cuerpo, sino con el alma. Y cuando vuelves, aunque sea por dentro, una parte de ti se acomoda.

A veces basta un olor, una palabra, una fotografía arrugada, una frase que escuchaste de fondo. No importa si todo ha cambiado, si las calles ya no se llaman igual, si el árbol donde te escondías fue talado, si las personas que habitaban ese mundo ya no están. Lo que importa sigue vivo en ti. Porque hay puentes que no unen territorios, sino tiempos. Y todos tenemos uno al que volver. Un puente que conecta lo que fuimos con lo que somos. Un punto invisible entre la inocencia de antes y la conciencia de ahora. Y aunque no lo crucemos cada día, sabemos que está ahí. Esperándonos. Recordándonos. Sosteniéndonos.

Ese puente tiene la forma de un recuerdo. Del primer amor que no terminó bien, pero dejó huella. De los domingos de desayuno lento y juegos en la calle. De las vacaciones sin lujos, pero con carcajadas. Del abuelo contando historias que siempre terminaban igual. De la vecina que te cuidaba como si fueras suyo. De una bicicleta oxidada que era la llave a todo. De esas cosas que, cuando niño, no sabías que eran importantes, y que hoy no sabes cómo seguir sin ellas. Y tal vez por eso, duele tanto crecer. Porque al crecer, también aprendemos a echar de menos.

“Volver al lugar que te formó no es retroceder, es agradecerle al niño que fuiste por no haberse rendido.”

Volver al puente no es querer retroceder. No es negarse a avanzar. Es recordar de dónde vienes. Es mirar hacia atrás con gratitud, no con melancolía paralizante. Es honrar lo vivido, incluso lo que dolió. Porque todo eso también te trajo hasta aquí. Y en un mundo donde la velocidad es norma y el olvido es moda, detenerse a recordar parece casi un acto revolucionario. Pero no lo es. Es un acto de amor propio. Una forma de no desdibujarte. De saberte entero. De recordarte completo.

Porque hay una verdad que nunca cambia: lo que fuiste sigue hablándole a lo que eres. Hay un niño dentro de ti que no ha dejado de preguntar si estás bien. Hay una adolescente en tu historia que aún espera que le digas que no fue en vano. Hay versiones tuyas que no entienden muy bien lo que pasó, pero que aún te acompañan. Y en los días grises, en los vacíos que no sabes llenar, en las derrotas que te quitan el aire, volver a ese puente puede salvarte. No como una solución mágica, pero sí como una caricia. Una forma de decirte: “ya estuviste perdido antes, y también volviste”.

A veces, lo que más extrañamos no es un lugar, sino una forma de mirar. Esa forma que tenías cuando todo era nuevo. Cuando el mundo aún no te había hecho desconfiar. Cuando bastaba una tarde de juegos para sentirte pleno. Cuando no necesitabas filtros para sentirte bonito ni logros para sentirte valioso. Cuando la vida era sencilla y lo importante cabía en una bolsa de pan, una pelota desinflada y una promesa de merienda después. Hoy, todo parece más complejo. Más urgente. Más lejano. Pero, en el fondo, sigues buscando lo mismo: sentir que estás en casa.

Y no se trata de vivir anclado al pasado. Se trata de no traicionar tus raíces. De no abandonar por completo esa parte de ti que sabía disfrutar sin tanto. Que sabía esperar sin ansiedad. Que se emocionaba con poco. Que soñaba con mucho. Esa parte que sigue ahí, en algún rincón silencioso, esperando a que la escuches. Tal vez por eso, cuando vuelves a ese puente, todo se acomoda un poco. Porque algo en ti respira más hondo. Porque el alma también necesita volver.

“Los puentes que más importan no unen ciudades: unen memorias con el presente.”

Los puentes de verdad no se construyen con cemento. Se construyen con recuerdos, con emociones, con personas que marcaron, con momentos que te cambiaron sin que lo supieras. Con heridas que cicatrizaron sin dejar de doler. Con canciones que te devuelven a un instante exacto. Con aromas que te transportan. Con frases que quedaron colgando. Hay puentes que no se cruzan con los pies, se cruzan con el alma. Se cruzan cuando decides mirar con ternura aquello que alguna vez dolió. Cuando entiendes que el dolor no siempre es algo que superar, sino algo que integrar.

Hoy te invito a volver al tuyo. No importa si han pasado años. No importa si ya nadie más lo recuerda. Lo que importa es que tú sigues siendo tú. Y que ese niño, esa adolescente, ese soñador, siguen ahí. Esperando que les digas que estás bien. Que les digas que valió la pena. Que no los olvidaste. Porque, en el fondo, tú también esperas eso de ti: que no te olvides. Que no te traiciones. Que no te desconozcas.

Volver no significa quedarse. Significa reconocerse. Significa agradecer lo vivido, aceptar lo perdido, abrazar lo que permanece. Significa entender que, aunque el mundo cambie, hay cosas dentro de ti que son hogar. Y a veces, cuando el presente te pesa, el puente puede ser refugio. No como una fuga, sino como una raíz.

Porque en ese cruce silencioso, en ese instante donde los ojos se humedecen sin aviso, uno vuelve a casa. No por geografía. No por tiempo. Sino por verdad. Porque hay lugares que, aunque desaparezcan, siguen ardiendo dentro. Porque hay personas que, aunque se vayan, te habitan para siempre. Porque hay versiones tuyas que siguen sosteniéndote desde adentro. Y porque hay puentes que, sin saberlo, te siguen salvando la vida.

Angel Vázquez

Explorador de las emociones y las relaciones humanas, escribe para comprender y compartir lo que nos hace auténticamente humanos.


Descubre más desde Autoestima es también amar tu sombra

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Comments

Deja un comentario