El hombre machista no nace, se construye. Se forja en hogares donde el silencio de las mujeres es aceptado como norma y donde el peso de las emociones se traduce en mandatos que exigen fortaleza a toda costa. Es una identidad que se hereda, como un legado maldito, perpetuado por generaciones que confunden el control con el amor, el poder con el respeto y la sumisión con la paz.
Ser machista no es solo una actitud, es una armadura. Una que se lleva para ocultar inseguridades, miedos y una fragilidad que nunca se permitió salir a la luz. El hombre machista teme al cambio porque el cambio desnuda. Y en su resistencia, perpetúa un sistema donde no solo oprime, sino que también se oprime a sí mismo.
Pensemos en el hombre que al sentarse a la mesa, espera ser servido sin siquiera considerar que el acto de compartir no solo recae en manos ajenas o en aquel que guarda sus emociones tras una máscara de indiferencia porque “los hombres no lloran”. Estas actitudes, aunque parezcan inofensivas, son los ladrillos que construyen el muro de un machismo que afecta a todos los que están cerca.
El hombre machista vive atrapado. En su afán por mantener el control, pierde la libertad de ser vulnerable, de mostrar debilidad, de pedir ayuda. Está encadenado a un ideal que lo obliga a ser proveedor, protector, el único que tiene la última palabra. Pero, ¿qué pasa cuando las fuerzas flaquean? ¿Qué sucede cuando la vida le exige algo más que dureza? Ahí es donde el machismo se convierte en su mayor castigo.
Porque el machismo no solo lastima a las mujeres, también daña a los propios hombres. Los aleja de sus familias, les roba la posibilidad de construir relaciones genuinas y los condena a una soledad emocional que muchas veces ni siquiera saben reconocer. Es una trampa disfrazada de poder, una promesa vacía que los deja incompletos.
Para el hombre machista, el amor se convierte en un terreno de lucha. Confunde respeto con obediencia, y apoyo con dependencia. Sus relaciones suelen ser campos de batalla donde el control y la imposición son las reglas del juego. Pero el precio de esta dinámica es alto: el desgaste emocional, el resentimiento y en muchos casos, la pérdida de aquellos a quienes realmente ama. Pensemos en esa pareja que se va apagando poco a poco porque uno de los dos no sabe cómo ceder, cómo escuchar, cómo construir un espacio de igualdad. O en esos hijos que crecen viendo a un padre incapaz de pedir perdón, de admitir errores, de mostrarles que ser hombre también significa ser humano. Romper con el machismo no es fácil. Requiere valentía, porque significa enfrentarse a sí mismo y cuestionar todo lo que se ha aprendido. Pero el cambio es posible. El primer paso es reconocer que el machismo no es una parte inherente de la masculinidad, sino una construcción social que se puede desaprender. El hombre que decide cambiar no pierde nada. Al contrario, gana la posibilidad de vivir una vida más libre, de construir relaciones más profundas y de ser un ejemplo para quienes vienen después. Gana la oportunidad de amar y ser amado sin condiciones, sin barreras, sin miedo.
El cambio también implica educar. Enseñar a las nuevas generaciones que no hay una única manera de ser hombre. Que pueden llorar, sentir, equivocarse. Que el verdadero valor no está en imponer, sino en compartir. Que la fuerza no se mide en dureza, sino en la capacidad de adaptarse, de escuchar, de crecer. Imagino un mundo donde el hombre machista ya no tenga cabida. Donde los niños crezcan viendo a sus padres cocinar, abrazar, expresar sus miedos sin vergüenza. Donde las relaciones sean espacios de construcción mutua y no de dominio. Donde la idea de que “los hombres no lloran” sea solo un eco del pasado. Ese mundo no está tan lejos. Pero para llegar a él, necesitamos que cada hombre se mire al espejo y se pregunte: “¿Quién quiero ser? ¿Qué legado quiero dejar?”. El cambio empieza en cada uno, en las pequeñas decisiones diarias, en los gestos que parecen insignificantes pero que poco a poco, construyen algo nuevo.
El hombre machista puede cambiar. Puede dejar de ser prisionero de un ideal que lo limita y comenzar a vivir con autenticidad, con empatía, con amor. Porque, al final, ser hombre no se trata de seguir un molde. Se trata de ser humano en toda su complejidad, con todas sus luces y sombras. Y eso, sin duda, es mucho más poderoso.
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