Dicen que los ojos son el espejo del alma, pero en realidad, son algo más. Son cofres llenos de secretos, guardados en silencios que las palabras no saben traducir. En ellos se esconden verdades, temores y sueños. Y quien sabe mirar, quien realmente sabe mirar, tiene el privilegio de leer esas historias invisibles que las bocas nunca cuentan.

Pensemos en la mirada como una puerta entreabierta. Es ahí donde encontramos lo que alguien intenta mostrar y, al mismo tiempo, lo que intenta ocultar. No es casual que haya miradas que incomodan, esas que parecen buscar en nosotros algo que no queremos revelar. En ocasiones, basta un instante, un segundo de contacto visual, para intuir que hay un misterio escondido, algo que vibra en ese cruce de almas.

¿Alguna vez tiene sentido que alguien te mira y que, de algún modo, lo sabe todo? Hay algo perturbador y, a la vez, fascinante en el poder de una mirada. Los ojos no tienen filtro. Mienten las palabras, pero la mirada rara vez lo hace. En un pestañeo se delatan las intenciones, en la dirección de una pupila se revela un miedo, en un parpadeo se esconde una duda.

Por eso decimos que los ojos son ventanas al alma. Cuando miras a alguien, no ves solo su exterior. Ves más allá, si tienes el coraje de sostener esa conexión. Pero mirar de verdad requiere valentía. No todos saben hacerlo, porque implica exponerte también.

Los niños, por ejemplo, no tienen miedo de mirar. Sus ojos son cristalinos, como si sus almas aún no supieran qué es ocultar. Cuando un niño te mira, no hay barreras, no hay segundas intenciones. Es una conexión directa, pura. En su mirada, te ves a ti mismo, como eras antes de las máscaras, antes de los secretos. Tal vez por eso a veces es tan difícil sostener la mirada de un niño. Nos confronta con lo que hemos dejado atrás, con la honestidad que perdimos en el camino.

En contraste, la mirada de un adulto está cargada de capas, de historias acumuladas. Hay quienes evitan el contacto visual porque saben que en sus ojos se revela lo que no quieren que los demás sepan. Y hay quienes, en cambio, usan la mirada como un arma, proyectando seguridad o dureza, ocultando la vulnerabilidad que se esconde detrás.

Las miradas son también testigos de lo que no queremos decir. Son confesiones involuntarias, un archivo abierto para quien sabe mirar. ¿Cuántas veces hemos sentido que algo en la mirada de alguien nos desagrada, aunque no podamos explicarlo? ¿Cuántas veces hemos confiado en alguien solo porque sus ojos nos dieron paz?

Leer una mirada es un arte que no todos dominan. Requiere detenerse, observar, sentir. Porque en los ojos no solo está la verdad del otro; también está la nuestra. Es ahí donde se cruzan las emociones, los miedos y las esperanzas. Es ahí donde nos encontramos o nos evitamos.

La próxima vez que sostengas la mirada de alguien, piensa en lo que está ocurriendo en ese instante. Dos mundos colisionan. Dos historias se cruzan. Es un momento de vulnerabilidad, de verdad. Pero también es un momento de elección. ¿Qué harás con lo que ves en esos ojos?

Atrévete a mirar más allá. A sostener el peso de una conexión real. Porque tal vez, en esa mirada, encuentres algo que estabas buscando. Tal vez ve no solo el alma del otro, sino un reflejo de la tuya propia.

Al final, los ojos no solo son ventanas; son espejos. En ellos vemos al otro, pero también nos encontramos con nuestras propias verdades, esas que a veces preferimos no enfrentar. Y es ahí, en ese cruce de miradas, donde el silencio tiene más fuerza que cualquier palabra.

Entonces, ¿Qué secreto llevas en tu mirada? ¿Y qué podrías descubrir en la de alguien más, si tan solo te atrevieras a mirar de verdad?

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