Mi corazón no cambia, mi actitud sí

“¿Cómo se hace para vivir una vida vacía? ¿Cómo se hace para vivir una vida llena de nada?” Esta pregunta, tomada de El secreto de sus ojos, es una de esas frases que resuenan mucho después de escucharla. Tal vez porque no busca respuestas fáciles, sino porque enfrenta una verdad que todos, en algún momento, hemos sentido.

La vida, sin amor, sin conexión, sin la capacidad de sentir profundamente, puede volverse fría, como un paisaje desprovisto de colores. Para protegernos del dolor, a menudo construimos muros alrededor de nuestro corazón, pensando que así estaremos a salvo. Pero esos muros, aunque nos defienden de las heridas, también nos encierran, nos aíslan, nos privan de experimentar la plenitud que da sentido a la existencia.

La ironía es que, al protegernos del sufrimiento, también nos alejamos de aquello que hace que la vida realmente valga la pena. Cerramos nuestro corazón por miedo a que lo rompan, pero olvidamos que un corazón cerrado no solo evita el dolor, sino también el amor, la alegría, y todas las cosas que llenan el alma. El corazón humano es un órgano poderoso. No solo en el sentido biológico, sino también en el emocional. Es el lugar donde se almacenan nuestros sueños, nuestras esperanzas, nuestros recuerdos más queridos. Pero también es un espacio vulnerable, donde las heridas pueden quedarse marcadas durante años, como cicatrices invisibles que todavía duelen al tocarlas.

Es natural querer protegerlo. Después de todo, el dolor emocional puede sentirse tan real como el físico. El rechazo, la pérdida, las decepciones… cada una de estas experiencias nos enseña a ser cautelosos, a evitar exponernos demasiado, a no dejar que otros se acerquen demasiado. Pero, ¿qué precio pagamos por esa protección? Un corazón que no siente no se rompe, sí, pero tampoco vive. En nuestro intento de evitar el sufrimiento, nos convertimos en espectadores de nuestra propia vida, observando desde lejos mientras el mundo sigue girando. Perdemos la capacidad de amar plenamente, de conectarnos profundamente con los demás, de experimentar esos momentos de auténtica felicidad que solo son posibles cuando dejamos que alguien entre.

El miedo al dolor es una reacción humana. Está en nuestra naturaleza evitar lo que nos lastima. Pero hay una diferencia entre protegernos y encerrarnos. Cuando nos encerramos, no solo evitamos el dolor, también evitamos el crecimiento. Porque muchas de las lecciones más importantes de la vida vienen precisamente de esos momentos difíciles, de esas caídas que nos enseñan a levantarnos con más fuerza. Un corazón protegido por muros no puede conectarse con otros. Y sin conexión, ¿qué nos queda? Como seres humanos, estamos diseñados para amar, para cuidar, para compartir nuestras vidas con los demás. Cuando eliminamos esa posibilidad, la vida pierde algo esencial. Se convierte en una rutina vacía, en una sucesión de días que parecen iguales, sin emoción ni propósito. Tener un corazón abierto no significa exponerse al dolor sin más. Significa tener el coraje de sentir, incluso cuando es incómodo, incluso cuando existe el riesgo de salir herido. Porque en ese riesgo también está la posibilidad de algo hermoso: amor, amistad, conexión, significado.

Un corazón abierto no es un corazón débil. Al contrario, es uno que ha aprendido a ser resiliente. Que sabe que las heridas pueden sanar, que las cicatrices son marcas de crecimiento, no de derrota. Es un corazón que, a pesar del miedo, elige seguir latiendo con fuerza. Abrir el corazón significa aceptar que la vida está llena de contrastes: alegría y tristeza, amor y pérdida, éxito y fracaso. No podemos tener uno sin el otro. Pero en lugar de huir de lo que nos duele, podemos aprender a enfrentarlo con valentía, a dejar que cada experiencia, buena o mala, nos transforme para mejor. Proteger nuestro corazón no significa cerrarlo por completo. Significa encontrar un equilibrio. Aprender a establecer límites, a decir “no” cuando es necesario, a cuidar de nosotros mismos. Pero también significa tener la sabiduría de saber cuándo derribar esos muros, cuándo dejar entrar a alguien, cuándo tomar el riesgo de amar, de confiar, de compartir. El equilibrio está en entender que no siempre podemos evitar el dolor, pero sí podemos decidir cómo enfrentarlo. Que no podemos controlar lo que los demás hacen, pero sí podemos elegir nuestra respuesta. Que incluso en los momentos más oscuros, siempre hay una luz que podemos encontrar si estamos dispuestos a buscarla. “¿Cómo se hace para vivir una vida vacía? ¿Cómo se hace para vivir una vida llena de nada?” Estas preguntas no son solo un desafío; son una invitación. Una invitación a reflexionar sobre cómo estamos viviendo, sobre las decisiones que tomamos para protegernos, y sobre lo que podemos ganar si elegimos abrirnos de nuevo.

Porque la vida, con todo su dolor y sus dificultades, también está llena de belleza. Y esa belleza solo se experimenta plenamente cuando permitimos que nuestro corazón participe. Así que, la próxima vez que sientas la tentación de cerrar tu corazón, pregúntate: ¿Qué estoy sacrificando al protegerme tanto? ¿Qué oportunidades estoy perdiendo por miedo a salir herido? Un corazón abierto puede doler, sí. Pero también puede amar. Y al final del día, esa es la esencia de vivir plenamente: permitir que tu corazón lata con todo lo que eso implica. Porque un corazón cerrado no se rompe, pero tampoco se llena. Y la vida, sin amor, siempre estará incompleta.

© 2025 Angel Vázquez. Todos los derechos reservados.

Comments

Deja un comentario