El amor es una fuerza que nos eleva, nos transforma y, a veces, nos consume. Desde pequeños nos han contado historias de encuentros mágicos, de pasiones intensas que estallan como fuegos artificiales y promesas hechas bajo la luz de la luna. Nos enseñaron a esperar esa chispa, ese instante en el que todo se alinea y sentimos que hemos encontrado a nuestra «otra mitad». Ese estallido es la química, y su magnetismo es imposible de ignorar.

La química es un fuego que se enciende sin previo aviso. Es un roce que hace que tu piel se erice, una mirada que te deja sin aliento, un beso que promete eternidad. Es un vendaval que llega con fuerza, arrollando todo a su paso y dejándote sin tiempo para pensar. Te atrapa y te hace sentir invencible. Todo parece posible, como si el universo entero conspirara para unir a dos almas destinadas a encontrarse.

Pero la química es caprichosa. Vive del deseo urgente, de la pasión que arde y consume. Se alimenta de la novedad, de lo inexplorado, de lo desconocido. Ama el misterio y la adrenalina de lo que aún no se ha desgastado. Sin embargo, la química no se queda. Es como una llama intensa que ilumina el cielo por un instante, pero se extingue cuando el combustible se agota.

Cuando la emoción inicial se desvanece, la química también lo hace. La piel ya no se eriza con la misma intensidad, las conversaciones ya no fluyen como antes, y los silencios empiezan a ser incómodos. Lo que parecía un amor eterno se convierte en cenizas esparcidas por el viento. Porque la química no construye, solo sucede.

Nos han hecho creer que la química es amor, pero no lo es. Es el inicio, la promesa, el destello. Pero cuando llega la vida real, con sus rutinas, sus desafíos y sus días grises, la química se desmorona. No soporta el peso de los problemas cotidianos ni las diferencias que inevitablemente surgen. Es frágil y efímera, tan hermosa como pasajera.

Existe, sin embargo, otro tipo de amor. Uno que no se basa en emociones intensas ni en promesas apresuradas. Un amor que no arde, sino que se construye, se transforma, se fortalece. Ese amor es la Alquimia.

La alquimia no sucede por casualidad. No llega con destellos ni promesas vacías. Es un amor que se desarrolla lentamente, con paciencia, con actos sinceros y decisiones diarias. Es la elección de dos personas que deciden caminar juntas, no porque se necesiten, sino porque lo desean. No se trata de buscar emociones intensas, sino de crear una conexión profunda y duradera.

La alquimia es transformación. Convierte los momentos cotidianos en recuerdos imborrables, los silencios en compañía, y las diferencias en oportunidades para crecer. Es la capacidad de ver al otro con todos sus defectos y seguir amándolo, incluso cuando la magia inicial ha desaparecido.

En la alquimia, el amor no se consume con el tiempo; evoluciona. Lo que comenzó como una chispa se convierte en una llama constante, capaz de resistir tormentas y días grises. No depende de lo que ocurre fuera, sino de lo que se construye dentro.

La alquimia es el arte de elegir. Elegir quedarse cuando la pasión se ha vuelto calma. Elegir comprender cuando es más fácil juzgar. Elegir construir cuando sería más cómodo huir. Es un amor que se reinventa, que encuentra belleza incluso en los momentos más difíciles.

Mientras que la química vive del deseo y la atracción física, la alquimia vive de la conexión genuina. La química necesita que el otro sea un reflejo de nuestras expectativas. La alquimia, en cambio, ama lo real, lo imperfecto, lo humano.

Cuando la vida se vuelve difícil, la química se desmorona. Se apaga con la rutina, con los problemas, con los días complicados. Huye ante el primer obstáculo porque nunca fue diseñada para durar. Fue solo un instante mágico congelado en el tiempo.

Pero la alquimia permanece. Se fortalece con cada prueba superada, con cada momento compartido, con cada día en el que dos personas deciden estar juntas, incluso cuando la vida no es perfecta. Se convierte en refugio. Es ese espacio seguro donde puedes ser tú mismo, sin máscaras ni pretensiones.

El amor verdadero no es perfecto. No es un cuento de hadas ni una promesa eterna hecha bajo las estrellas; es más como un jardín que requiere cuidado constante, donde cada día se planta, se riega y se protege de las tormentas inevitables. Es un compromiso cotidiano, un acto de fe constante. Es elegir a alguien una y otra vez, incluso cuando sea difícil. Incluso cuando la pasión ya no sea arrolladora y las emociones no sean tan intensas como al principio.

Quienes buscan química vivirán emociones intensas y fugaces, como un fuego de artificio que ilumina el cielo por un instante y luego se apaga, dejando solo el eco de lo que fue. Serán prisioneros de una montaña rusa emocional que depende de lo externo, de lo que el otro pueda ofrecerles. Creerán que el amor es siempre emocionante, sin entender que la verdadera magia está en lo cotidiano, en lo que permanece cuando todo lo demás se desvanece.

Quienes eligen crear alquimia experimentarán algo mucho más poderoso. Un amor que trasciende el tiempo, que no depende de circunstancias ni de apariencias. Un amor que se sostiene porque es genuino, porque ha sido trabajado y cultivado con dedicación y amor verdadero.

Elige construir. Porque la química puede encender una llama… pero solo la alquimia puede mantenerla viva para siempre. Elige cultivar el amor que permanece, el que se transforma, el que resiste. Porque lo que vale la pena nunca sucede por casualidad; se elige, se cuida y se crea.

© 2024 Angel Vázquez. Todos los derechos reservados.


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